Me proponía escribir un ensayo sobre el taller del artista; que tratara de las condiciones idóneas de un lugar para el momento de creación. E intentando visualizarme en un taller ideal pasaron muchos minutos: no lograba más que verme sólo a mi misma. Descubrí que mi taller ideal es todo lugar en el que estè.
El taller ideal es todo lugar que pueda contener el amor que siento y del que me desprendo momentáneamente al crear (para su posterior absorción en la obra).
El taller ideal es todo lugar que pueda contener el amor que siento y del que me desprendo momentáneamente al crear (para su posterior absorción en la obra).
En el taller debe ser posible toda la luz o sombra deseada; la visión más nítida e iluminada, como la ceguera profunda que nos permita ver más de lo que vemos con los ojos abiertos.
En el taller debe poder danzar el sonido o dormir el silencio, según requiera el oído del creador o el ritmo de sus manos (a veces festivas, a veces fúnebres).
En el taller debe poder sobrevivir el derecho divino de ensuciar o romper sin culpa, en beneficio del resultado final.
El taller ha de tener muchos clavos en la pared para colgar lienzos a medio pintar, en blanco, acabados y centenares de pensamientos inútiles (u otras torpezas).
El taller estará conformado de paredes simpatizantes, e idealmente militantes, de la soledad y la locura.
El taller, ante todo, no ha de considerarse un espacio. Tampoco ha de estar sujeto al tiempo. El artista, en su oficio, es ajeno a las condiciones terrenas habituales del ser humano.
El taller, con su vida propia, ha de incitar al artista al trabajo desenfrenado, sin principio ni fin.
Finalmente, para un artista el taller ha de ser un templo: con todo respeto, deberá considerarlo el hogar del amor.
En el taller debe poder danzar el sonido o dormir el silencio, según requiera el oído del creador o el ritmo de sus manos (a veces festivas, a veces fúnebres).
En el taller debe poder sobrevivir el derecho divino de ensuciar o romper sin culpa, en beneficio del resultado final.
El taller ha de tener muchos clavos en la pared para colgar lienzos a medio pintar, en blanco, acabados y centenares de pensamientos inútiles (u otras torpezas).
El taller estará conformado de paredes simpatizantes, e idealmente militantes, de la soledad y la locura.
El taller, ante todo, no ha de considerarse un espacio. Tampoco ha de estar sujeto al tiempo. El artista, en su oficio, es ajeno a las condiciones terrenas habituales del ser humano.
El taller, con su vida propia, ha de incitar al artista al trabajo desenfrenado, sin principio ni fin.
Finalmente, para un artista el taller ha de ser un templo: con todo respeto, deberá considerarlo el hogar del amor.
(imágen: Lucian Freud en su taller)